Stela Alexopulu: Café bizantino


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Stela Alexopulu

 

Café bizantino

 

05-cUANDO LLEGABA COJEANDO, proyectaba una mala sombra imper­ce­pti­ble, a pesar de estar siempre sonriente, solícita y amable; por encima de todo «una señora». Exhalaba olor a jabón de Marsella, el brillo y el deterioro de pobreza llevada con dignidad con un barato vestido negro de algodón todo el verano –lo tenía como promesa, estaba de luto hasta el quince de agosto– y en invierno con una boina tejida puesta un poco ladeada en su inclinada cabeza, cada vez que, renqueando, iba a sus diversos quehaceres con lluvia, con frío, con calor.

       Era una cocinera excepcional; te tejía y te confeccionaba todos los encargos que le hicieras. Los sábados cuidaba a niños pequeños cuando sus padres en alguna ocasión trasnochaban y las amas de casa le pedían ayuda, pues era honrada, discreta, correcta en su trabajo, y cobraba poco. Cada domingo la veías subir, como un barco a punto de escorar, los peldaños de la iglesia, y luego la encontrabas sentada en la misma banca.

       Cuando trabajaba, siempre se tomaba un pequeño descanso, y se preparaba un café turco, como decíamos antes; ella, sin embargo, lo llamaba bizantino, y leía en el poso de tu taza que ibas a atravesar una puerta grande. Todo el año, de madrugada y a la medianoche, lo primero y lo último que hacía, rezaba sus oraciones, con el cuerpo vuelto hacia oriente. Así lo había aprendido de su madre en Esmirna, y cuando llegó a Mitilene en 1922, huérfana y lisiada –su fracturada cadera nunca fue operada correctamente–, se giraba hacia oriente, a la familia que le quedaba: a nuestro Señor Jesucristo y a nuestra Virgen Madre.

       En la época de la ocupación nazi, un soldado italiano fue el único que prestó atención a la niña coja. Le cantaba canciones italianas; se casaría con ella, se la llevaría a Italia, sin embargo, su barco se hundió con toda la tripulación. Nunca supo, pues, si habría mantenido o no su promesa. En su bolso llevaba una fotografía amarillenta abrazada a él – reflejaba una belleza inesperada.

       Se iba envejeciendo; no veía –problema de cataratas– y no tenía dinero, al igual que cuando era niña con su problema en la cadera, para ser operada. Una criatura de seis años, emigrante del Asia Menor, una más entre los tantos huérfanos del 22. Con «El fin de la historia», en 1992, una anciana más, expulsada de su viejísima casita, en la que había vivido durante cuarenta años, porque la echaban para construir un bloque de pisos. Dormía en cada casa donde aún le daban trabajo y, por lástima y medio de mala gana, le cedían un sofá por una noche, del cual se levantaba al amanecer, diríase que de prisa y con sentimiento de culpa. Causaba daños, no podía coser, no daba abasto con los niños. Poco a poco, nosotros también dejamos de darle trabajo – era  poco rentable.

       Bastante tiempo después, un poco antes de las Navidades del ’96, fui a encontarla cuando me dijeron que quería verme. La había recogido una parienta vieja. La hallé, arrugada, pálida, microscópica, en una cama de hierro. Sonriendo me dijo:

       ¿Recuerdas que te dije que en el poso de tu taza veía coronas nupciales?, ¿que se casaría contigo? ¿Por qué no te casaste con él, hija? Era una buena persona, Luciano. Él te quería y tú no le diste el sí. Se acabó. Murió.

       Ay, mi niña, ¿te duele la pierna? ¿Qué te ha pasado, mi niña? ¿Qué te hicieron esos tres veces malditos? Criatura tan pequeña, y les viste como lobos violar riéndose a tu madre muerta…

       Te recuerdo mi niña llorando:

       ¿Dónde está mi mamá? ¡ Quiero a mi mamá!! ¡Se han llevado a mi mamá!! ¿A dónde se la llevan?

      Pobrecita, lloraste durante toda la noche; nada te tranquilizaba, se me partía el co­ra­zón; hasta que te santigüé y te dije: Allí está el oriente, ¡allí está nuestro Dios Jesucristo y nuestra Madre, la Virgen!

       ¿Recuerdas, hija mía? ¿Lo recuerdas?

       Le dije que sí, que recordaba, y que dentro de poco se me­jo­ra­ría, que me prepararía el café bizantino y que me leería el fondo de la taza.

       Sonreía continuamente y me decía:

       Eras una buena muchacha, ¿qué te han hecho? ¡Tengo el co­ra­zón destrozado! ¿Por qué no te casaste con él, mi niña? ¿Por qué?

       Le cogí las manos un momento, le dije que volvería y así fue. Pocos días des­pués la vi en la iglesia, un día frío de enero. En su féretro. Estaba des­cu­bier­to, como requiere la tradición ortodoxa, y mi corazón se puso en su sitio, porque miraba hacia oriente.


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Fuente: Primera publicación en el blog Planodion – Historias Bonsái (15 de novi­e­mbre de 2013).

Stela Alexopulu (Karatsi Pakistán, 1948). Estudió Filosofía y Filología Inglesas en la Facultad de Letras de la Universidad de Atenas. Realizó estudios de posgrado en Literatura y lingüística inglesas en las Universidades de Oxford, Lancaster e East Anglia en Inglaterra. Trabajó como profesora en la educación superior y como traductora.

Traducción: Marisol Fuentes

Revisión: Enrique Íñiguez Rodríguez – Κωνσταντῖνος Παλαιολόγος